Viajeros con cama

martes, 5 de julio de 2011

Mientras tomo té empieza y acaba uno de esos momentos de terminalismo trascendentaloide en los que un humano, por desbarajustes de la conversación hacia rutas internas, se da cuenta de lo breve de la existencia y de que ningún humano puede vivir para siempre, y entonces hago un recuento clásico que es el de considerar que todas esas personas que toman té conmigo –sea cual sea su edad, sus logros, su aparente indiferencia frente a lo fatal de su destino- morirán algún día, irremediablemente. Así, entre sorbo y sorbo, pongo mirada extragaláctica (que tanto me gusta poner, que ayuda a ver lo propio del ser humano), y caigo en que el hombre nace y luego muere, y que a pesar de esa ridiculez de existencia tiene intervalo suficiente para ser ambicioso, y que -por absurdo que resulte- tiene el sueño de poseer el mundo; y caigo en que parece tarea imposible poseer algo eternamente cuando resulta que el hombre nace y muere, y su existencia es minúscula al lado de la existencia de las cosas poseídas; y que, en definitiva, el maravilloso truco de irse clonando e ir pasando sabiduría a los nuevos y que estos a su vez pasen su sabiduría a los siguientes nuevos es de un ingenio y una maldad asombrosas. Y, bueno, acabo el té y me dicen que mire los posos para predecir el futuro y todas esas cosas (pero los posos nunca me dicen cosas que no sepa, la verdad).

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