Viajeros con cama

jueves, 17 de marzo de 2011

Meter mano o no meter mano. Un cuento sobre las revueltas.



En un país, el pueblo decidió alzarse sobre el poder, y hubo una revuelta.
Desde fuera nosotros olimos el humo, nos asomamos, miramos lo ocurrido. Fuimos juntando la información que nos llegaba de periódicos y de testigos. Enmarcamos el suceso dentro de la historia conocida de aquel pueblo, la trayectoria de su tirano que llevaba ya cumplida tan larga tiranía. Al principio he de decir que contemplamos la revuelta llenos de emoción, pero luego la cosa empezó a ponerse más violenta, y a sumarse demasiados muertos, y ya comprendimos que el asunto iba en serio.
Ya no supimos qué debíamos hacer. Hablar mal de ese tirano en concreto nos aportaba credibilidad, pero no bastaba. Éramos testigos de una carnicería. Unos decían que deberíamos entrar en el país y frenar las batallas con encendidas lecturas de la Carta de Derechos. Otros hablaban de detener la pelea de forma violenta. Con militares. Con bombas. Con hostias de padre. Pero muchos se oponían: aquél era un país libre, y nosotros no teníamos derecho a intervenir. ¿Quiénes éramos nosotros para hacer eso?
Complicaba el asunto que la información que llegaba era tan quebradiza, y también lo eran nuestras propias opiniones. Los que en su día defendieron la puesta en el poder del líder que ahora bombardeaba civiles, los que fueron sus colegas de negocios, evitaron hábilmente sacar el tema. Aquellos que querían el petróleo de aquellas tierras sobre las que tenía lugar la batalla se posicionaban en contra de la paciencia. Hubo quien especuló con un futuro incierto en caso de derrocar al líder, y quien intentó quitar paja mencionando a otros muchos dictadores idénticos sobre los que, sin embargo, no caían las cámaras ni las reprimendas internacionales.
Y en medio de la confusión los pedazos de información que llegaban del campo de batalla nos daban para formar realidades a medias, sobre los valientes rebeldes, o el líder demonizado, o los mercenarios contratados por él, o los en realidad cuatro o cinco sediciosos no especialmente partidarios de la democracia pero ennoblecidos por el maniqueísmo periodístico que luchaban por ver caer al titán.
Y mientras, la guerra continuaba.
Para cuando el opresor comenzó a ganar terreno, nosotros nos reunimos con prisas, nos vino la angustia de la indecisión. Se nos imponía un dilema más grande que nosotros mismos. Unos hablaban de hacer lo posible para conservar los derechos humanos, por encima de cualquier teoría ética; los rigurosos se aferraban a las bondades de la no intervención. Casi todos, por otro lado, le dábamos alguna que otra vuelta, aprovechando el revuelo, a la forma de sacar tajada. Todo ello, eso sí, lo debatimos muy fotogénicamente mediante discursos huecos y pomposos y diseñados por guionistas de Hollywood, en los que nunca –se hizo el recuento- apareció la palabra petróleo.
Poco antes de que todo estallara, con el aire ya tenso, vibrante todo de resolución, la gente de la calle nos miraba morir de incertidumbre. Todo era confusión informativa, nadie tenía la información exacta, nadie poseía la solución perfecta. Ninguno, ni mucho menos nosotros, tenía el deber de la resolución del conflicto, autoconcedido como por mano divina: si acaso, aquéllos que habían decidido luchar contra algo injusto, y nadie más.
Y, mientras, la guerra continuaba, y los muertos continuaban, y todo se acercaba ya al estallido.

(Escrito horas antes de la resolución de la ONU sobre Libia.)

2 comentarios:

  1. (mmm)

    buena reflexión.

    abrazos de vuelta,
    j.

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  2. El problema es que los muertos siempre continuan, alli y en todas partes. (Por cierto, alguien se acuerda de lo que paso hace nada en Birmania?)

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