el cuento se persona en mi ciudad, mi calle. entra
por la puerta, generalmente; por la ventana en casos excepcionales y virulentos
(que suelen tener desenlaces igual de excepcionales y aún más virulentos si
cabe). me encuentra a veces sentada; a veces escondida, de él, o inmersa en
alguna tarea poco importante; cocinando una tortilla, cortándome una uña; pocas
veces, por no decir ninguna, se topa conmigo cuando casualmente adopto la pose
crucificada del artista maldito (que es una pose cansada de mantener demasiado
rato, sea dicho).
bien, ahí empieza la tragedia, que a veces es
musical, y otras es algo más parecido a un sueño. el cuento me alcanza. trato de huir a veces; a veces
no. hay una lluvia de instrumentos de cocina, de artículos de baño. el cuento me hace
su prisionera de guerra. a veces me resisto: me han dicho que resistirse es lo
más razonable. pero, para dejar de engañarnos, sé que pierdo todo lazo de razón cuando el invasor ha llegado, y que no vuelvo a recuperarlo hasta que se
marcha.
y todo ocurre a su antojo total. en ocasiones soy su
vehículo, su aeroplano, su barca a pedales; otras veces me descuartiza para
untarse las magulladuras; me usa de pista de vuelo, o de juguete sexual.
sea como sea, me dejo hacer a veces; otras, tengo que decirlo para mi dignidad,
mantengo el orgullo, le intento poner pautas, le persigo los pies para
atárselos. esas son las peores veces. si le corto el vuelo, extraño su vuelo;
así que generalmente lo dejo volar y lo recargo de recursos literarios y
vocablos genéricos de, expresamente, poco lastre.
y me exprime. me pone alas. con una crueldad
mitológica, me retrotrae a mis familiares enfermos, a mis escenas de llantina.
alguna vez me deja que lo roce. me deja que lo habite como si yo fuera un
extranjero recién fascinado, un sintecho empapado, un viajero del ácido. le
meto alguna reflexión antigua y un pellizco de vocabulario sobre elementos
atómicos o reinos visigodos, y le pongo mis vestidos, le cocino mis mejores
platos, le transformo finalmente en huésped honorífico y le pongo mi música mis
películas toda mi sangre envasada y acabo siendo yo su sombra, su invitada, yo la
musa muda y no la artista y, finalmente, me reduce a una mancha en su periplo que, una vez sola,
lo único que puede hacer sentarse y escribir paso a paso y gota a gota todo lo que el cuento ha hecho conmigo.
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