Viajeros con cama

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Ética y tradiciones


Las tradiciones (esas cosas que se empiezan a hacer por una razón y que se vuelven a hacer por la misma razón que se siguen haciendo después de que ya nadie se acuerda de esa razón) me despiertan ternura. Son pequeñas zambullidas en las generaciones de los abuelos, los tatarabuelos, la gente que existía en los tiempos en que se nombraban las calles o incluso antes. Me suelo imaginar el origen de todos esos juegos, que suele ser por contraste un origen serio: del miedo a los demonios surge, como por embrujo, la alegre fiesta de apalear al monigote cornudo. De la hambruna que asoló las tierras ovejeras tal año apareció la carrera de persecución del queso rodante. De la prohibición de la opinión, los pubs. De la muerte, la celebración de los años. Del espanto de la niña que pasa a la mujer, el color blanco. Etcétera.
Todas con su magia, su esperanza supersticiosa. Que dejen de tener sentido nos la trae floja. Un escéptico sigue vistiendo a su recién parido de azul aunque sepa que no le va a proteger de los espíritus malos. Lo malo de las tradiciones es que, a veces, el hombre deja que se prolonguen demasiado tiempo, que no “filtra” cuáles deben llegar al presente y cuáles deben morir junto a una época. Hay hábitos que ya no significan nada más que las ganas de hábitos del hombre. Recordemos que un año que hubo excedente de un alimento se jugó a desperdiciarlo, a tirárselo unos a otros, y fue muy cachondo: era la gente que no conocía la hambruna ajena. Ahora ya conocemos la hambruna ajena bastante bien. De modo que la tomatada, las fiestas del vino, etc., son muy entrañables y muy festivas pero dejan ya de ser éticas y simplemente hay que abolirlas y colgarlas en museos de añoranzas y curiosidades pretéritas. Sin más drama.
Las tradiciones dicen quién es el hombre, quién quiere ser. Así los instintos sexuales mueven al arrancado de cejas o al vendado de pies, y las civilizaciones guerreras llegaron a tener símbolos sangrientos, como la lucha de gladiadores. Pero ya no somos una civilización guerrera, así que la sangre sobra. Al hombre lo conocemos por sus rituales, y su antiquísimo deseo de superar al animal fue en algún momento entrañable, coherente, durante un tiempo: el que hubo antes de que superara realmente al animal por mano de sabias trampas tecnológicas. El en origen, cuerpo a cuerpo, los ritos eran verdaderos. Llegó un momento en que se volvieron cínicos. Celebrar una corrida de toros hoy en día no es más que una arrogante muestra de superioridad, del todo innecesaria y apoyada en el lado más sádico que todos poseemos. Lo dicho, lo repito: la sangre sobra.
Hoy es noticia un ritual sangriento en España, y yo, que tengo la capacidad de no dejarme nunca de sorprender, digo esto. Que las tradiciones hay que admirarlas, hay que escarbarlas, hay que leer al hombre en ellas como si fueran grandes libros de miedos y deseos humanos. Y, en fin, que aquellas que contradicen al hombre actual, que lo desdicen como hombre, hay que dejar de practicarlas. Sin más. Sin demasiado debate. Aunque les fastidie a los tradicionales: a todos nos cuesta un esfuercito cambiar de hábitos.  

1 comentario:

  1. Las tradiciones se conservan precisamente porque son estúpidas. Es el recordatorio de la falsa superioridad de los paletos, "Mira como hemos avanzado.Ahora hacemos el cafre porque nos apetece, y no porque seamos unos ignorantes."

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