Viajeros con cama

domingo, 17 de julio de 2011

Impiedad por los objetos

Mi abuela siempre lleva dos cosas en los viajes: su bolsa de medicamentos y un pequeño marco con el retrato de Jesucristo. Ayer las dos tuvimos que desfondar una maleta porque el dichoso cuadrito, de ojos insomnes y marco dorado, no quería aparecer entre ropa y enseres. No se durmió hasta que ya lo tuvo en su mesilla. El Jesucristo, con su gesto extraño de dos dedos alzados sin vehemencia, lo miraba todo, daba una calma inexplicable. Sentí un poco de envidia; fue extraño.
Para aquellos que escogeríamos un ordenador portátil como único objeto rumbo a una isla desierta, es diferente. Una máquina tiene muchas más aplicaciones que un pequeño retrato; pero, mira, la infinitud de una hace más grande esa peculiar función espiritual-fetichista del otro. Simplemente. Nunca me interesó esa religión de mi abuela. Sólo que quisiera sentir algunas de las cosas que ella siente, a mi modo.
Tengo esa forma de darme de bruces con la infancia, que no es dolorosa ni tampoco placentera, sólo una confirmación de cómo las cosas invisibles cambian. Antes yo no tenía aparatos sofisticados y mi mente era más libre. Podía tener un muñeco, y saberlo inerme y desimportante, pero concederle aún así toda la importancia y la emoción del mundo. Ahora me he vuelto tan poco emotiva como todos lo somos. Viajo con bártulos utilitarios, mi diario es un archivo world y en la cartera no guardo fotos de familiares. No tengo objetos que me despierten emociones. Los tiro, los vuelvo a comprar. Como todos.
Quizá haya una forma de encontrar el equilibrio entre ser un objeto y ser un humano. Pero en fin. Pensándolo, mi abuela y yo no somos tan distintas; sentimos las mismas cosas, realmente. A nuestro modo. Ella tiene un objeto venerado; yo tengo una montaña de ellos. Ella lo toca y le reza; yo los contemplo fervientemente durante hora y media y lluego os devuelvo al videoclub. La misma devoción, distinta forma. Y nada más.

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