Viajeros con cama

domingo, 27 de febrero de 2011

Sobre acordeones. Relato real -que no realista-

Pensé (y convencida) que la ciudad me iba dejando notas cifradas al paso. Que intentaba guiarme, que tenía un lugar cojonudo destinado a mí al que conducirme con magias; ¿qué otra cosa podía ser aquel señalizarme caminos, iluminarme callejuelas ocultas, colocarme borrachos gesticulantes al paso para que captara sus extraños mensajes antes de que desaparecieran para siempre?
Abandoné el breve tramo del alcohol. Eran las doce; una callejuela vacía, conectada a la avenida principal; y me escurrí por ella, rebelde. Me topé de pronto con un reducto sin voces y de luz tenue, hueco de gente. En medio, sólo un músico solitario y el sonido de su acordeón.
Yo perseguía las luces lejanísimas de un sex shop. Tenía un deseo de ponerme una meta tan lejana como largo era el paseo que se me antojaba (y existía el peligro de que tuviera que caminar para siempre). En la oscuridad de las pisadas, el acordeón –descubrí- era un tinte de melancolía parisina. Era algo más: era alegría resignada y dulce, encerrada en un caparazón sufriente. Realidad imposible. Una felicidad triste. Como lágrimas que sonríen asfalto abajo. Algo así, quién podía explicarlo.
Caminaba sola y lenta, con una especie de esperanza nueva surgida en lo hondo. Algo así como si pudiera amarlo todo desde la más absoluta y aceptada soledad. La música forjaba el pacto; los muros de piedra acogían la travesía de una quietud tan inmensa que suavizaba de pronto los pensamientos feos o, al menos, los volvía perfectamente soportables. Caminé en ceguera, tan llena de mundo como si hubiera pisado todos los infiernos, como si conociera con creces las torturas que un hombre es capaz de infringir a otro (y las ternuras que un hombre puede infringirle a otro, también). Me sentí épica; sentí que, a pesar de todo el dolor del mundo, todos los elementos estaban en orden en ese instante; pensé que podría amar a aquel viejo músico callejero del mismo modo que amó el más loco de los rimadores, con la misma intensidad, con la misma lealtad y la misma furia; y por qué no.
Rebusqué en mis bolsillos y le arrojé dentro del sombrero la moneda más grande que encontré.
Esperé un gracias que equilibrara el bien y el mal, la justicia y la injusticia en mi nuevo universo. En lugar de eso el sucio viejo, sin detener su compás, apartó de mí su mirada de interrogación para dirigirla sin disimulo al sombrero casi vacío y ver qué le había echado. Entendí: la noche no había sido productiva para él.
Con mi dignidad -tan cinematográfica- aniquilada por ese sencillo gesto, continué callejuela abajo, enfurruñada en aquella semioscuridad que volvía a llenarse del acordeón. Yo ya no deseaba encontrar, pero sí buscaba. Iba buscando en las luces aún lejanas del sex shop. En los carteles de restaurantes ya cerrados, en el asfalto que duplicaba los pasos, en las sombras fugaces con aspecto humano –todas con pinta de necesitar para seguir viviendo un beso espontáneo y apasionado en la oscuridad-. Iba buscando en la soledad inmensa de aquella callejuela que nunca tenía fin, de acordeón que me iba a perseguir por siempre así caminara y caminara. Los gatos trasnochadores se me cruzaban, como conscientes de su mal fario y deseando maldecirme.

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