Viajeros con cama

lunes, 1 de noviembre de 2010

Celuloide

Caminaba yo reflexionando, que es una modalidad de paseo que intercala la abstracción filosófica con el paso izquierdo y la nueva abstracción filosófica con el paso derecho hasta llegar a fusionar todo el proceso. En estas, deambulando por la gran ciudad, pretendía llegar a un estado de revelación: intentaba imaginar cómo reflejar en el arte el amor, el puro y el duro, sin que resulte cursi o predecible (que es la palabra prohibida para el artista). Por ejemplo, el amor por el cine. Quería inventar en ese mismo momento, adoquín arriba adoquín abajo, el formato de la mayor declaración de amor universal. ¡No se diga que no tengo grandes aspiraciones! Por desgracia, todo lo que se me ocurría era infructuoso, o poco apasionado, o demasiado ñoño, o todo a la vez. Además, a un solo de clarinete de un mendigo virtuoso recordé de sopetón que no hacía falta que moviera un dedo: ya existía La rosa púrpura del Cairo. Carajo.
En mi despiste o mi obsesión me metí en un cine, y noté algo curioso. Del otro lado de la pantalla, los personajes tenían una mirada más fija de lo normal. Además, violaban la frontera del celuloide alguna que otra vez, carraspeaban demasiado, e incluso al final de la película salieron a saludar con grandes genuflexiones japonesas (mientras el público, misterios, los ovacionaba a gritos, como esperando que les oyeran). En fin. De vuelta a la calle, y a sólo un mínimo esfuerzo de distancia, como un juego, tuve como cada vez la sensación más hermosa del mundo: que yo era un personaje en medio de una gran ciudad, y que aquella gran ciudad era nada menos que un escenario: el existente sólo al otro lado del celuloide.

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