Viajeros con cama

jueves, 14 de octubre de 2010

Historia del sabio –y arduo- oficio de la provocación

Antes, y con antes quiero decir muy al principio, los hombres iban desnudos y callaban las cosas por ignorancia, y no por pudor. Entonces no había forma de ser provocativo. Era, sencillamente, imposible. Pero no les importaba: ni siquiera habían inventado una palabra para ello.
Un día, de entre esos hombres desnudos apareció el primer puritano, y nos facilitó la vida. Y tanto: en esos tiempos, mencionar el nombre del dios de turno, tan sólo eso, ya era subversivo. Ya era una ofensa. Eran buenos tiempos. Sin comerlo ni beberlo, estabas empalado por provocador. Eso eran facilidades.
Luego la cosa se fue complicando un poquito. Ya no bastaba con pronunciar un nombre, sino que había que pronunciarlo “en vano”. Era ya necesario esmerarse. Sin embargo, la gente entonces aún era fácilmente escandalizable, y, a poco que le blasfemaras, ya saltaba como un muelle de melindres. Pero, ajá, incluso los mojigatos medievales y los extremistas se hicieron más y más duros de pelar. Que si renacimientos, que si ilustración, que si constituciones; el caso es que el puro y duro goce de pinchar al personal se veía rodeado por un cerco cada vez más estrecho.
Después llegó la provocación política. Un obrero se equiparó al amo, y todos rasgaron de golpe sus abanicos. Pero estos rebeldes abusaron. Se centraron tanto en implantar la bonita y romántica igualdad humana, carajo, en hacerla indiscutible, que se olvidaron del pingüe futuro que le estaban dejando a la provocación. Así pasó. Sindicatos, garantías e igualdades, y hablar de la lucha acabó siendo hasta cursi. Mal asunto.
Entonces todo pintaba jodido, pero, aleluya, llegaron ellos. ¡Los fascismos! Fueron una vuelta a los buenos, maravillosos tiempos. Escribir patria con minúscula o llamar al dictador de turno por el nombre de pila ya era suficiente para estremecer a un ejército y hacerse hueco en el paredón. Era una gozada. Era fácil sentirse revolucionario (uno ya lo era a poco que besara a una mujer, o llevara el pelo largo, o gesticulara en exceso al hablar). Los estrictos fueron reblandeciéndose, no obstante, así que hubo que tirar de panfletos, de clandestinidad obrera, de pintadas agresivas. Pero, maldita sea, llegó la democracia. Ah, repulsivo sistema del buenrrollismo. Entonces ya sólo nos quedó el –bendito y siempre eficaz- temario sexual para sacar colores (pero incluso ése comenzó a fallar cuando un listo con carrera en la Universidad Progresista comenzó a repartir condones a los chavales).
Hoy, los que deseamos ser provocativos vivimos en un mundo que nos oprime. Que nos ignora, ¡que nos asfixia! Desde el tiempo en que hablar de la masturbación orgiástica dejó de escandalizar a las monjitas, ya no tenemos nada que hacer. Hay medidas desesperadas. Algunos se autodestruyen. Otros hacen cine ultraviolento. Otros se cuelgan desnudos de un poste de la luz y lo llaman arte, o se cagan en un sombrero cloché, y lo llaman arte. Pero, fuera de posiciones forzosas, hemos vuelto a la era sin pudores: somos de nuevo los primeros hombres.
Poco a poco, acabaremos también aniquilando la palabra. Hasta que eso ocurra, me temo que las únicas indignaciones que podremos levantar serán las de la celebridad con el derecho a la intimidad violado de turno. Supongo que la provocación ha dejado de estar en manos de los sediciosos para estar en la de los sabios. Vamos: que se ha exclusivizado. Se ha hecho escurridiza, y valiosa. En fin.

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