Viajeros con cama

lunes, 4 de octubre de 2010

Orígenes 1: El origen de la protesta



En los tiempos en que las motivaciones se debían aún a la pura supervivencia y no a la dignidad, los hombres tardaron menos en descubrir la técnica de recogida de la miel y del salado de la trucha que la revolución.
La ignorancia era entonces un vacuo sedante. Antes de que alguien pronunciara la palabra injusticia por primera vez, se aceptaba el sudor como mecanismo corporal y el chasquido del látigo como melodía folclórica. Un grillete era parte del vestuario. Los hombres no se cuestionaban la esclavitud y soportaban el hambre inventando grandiosas leyendas de empachados.
El día en que comenzaron a inventarse las palabras, los patronos temblaron (y no es algo extraño, puesto que sabían que el que posee los términos, posee las realidades). Tenían los antecedentes: antes de que se inventara la palabra frío, nadie había sabido arroparse. Antes de que se pronunciara la palabra tristeza, nadie había consolado nunca.
El miedo imprimía en los sucesos la irracionalidad. Su medida inmediata fue contra la mente, contra la palabra: decidieron aplastas la creatividad. Aumentaron gradualmente el tiempo de trabajo, borrando toda pausa que pudiera dejar hueco a reflexiones, rozando jornadas absolutas. Además, castigaron con la humillación los alardes filosóficos, premiaron a los idiotas, redujeron la dieta a comestibles embrutecedores de cerebros. Es notable que, a pesar de la represión, siempre existía alguno de entre los hombres que aún encontrara un fragmento de tiempo donde verse a solas con la rabia, donde sopesarla como a una amante. Si alguien llegaba entre resuellos a formular media palabra (“inju”), estallaban las alarmas, las medidas se volvían más atroces, más imaginativos los castigos, se redoblaban alienación y tristeza, se anulaba en fin todo diálogo íntimo con los versos tácitos de la muerte.
El miedo imprimía en los sucesos la locura. Los patronos se volvieron más tiranos, más todopoderosos, más divinizados. Pero, ah, no sabían que cuanto más aprisionaban a los hombres, que antes eran individuos sueltos, más les volvían una masa compacta.
Por fin, de entre los vapuleados, de entre los espectros, apareció la palabra injusticia, guisada a la lumbre de una voz moribunda. Y los patronos –cuentan- encanecieron aquel mismo día.
La palabra se fue extendiendo. Sonaba primero en los pechos, y luego en los labios, de los más desesperados. Sonó después en todas las bocas, extendida con la violencia y el silencio de un fenómeno eléctrico. Y pronto sonó también en los ruidos de las pisadas, en los golpes de martillo, en los crujidos de cadenas, y en los llantos y las respiraciones. Pronto se hizo, simplemente, omnipresente.
Y los patronos –cuentan- perdieron toda facultad divina aquel mismo día, y no la recuperaron jamás.

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