El niño siempre tuvo hambre.
Desde la primera nana. Desde la primera memoria.
Pero, quién sabe por qué,
aprendió la línea del hambre, la caminó siempre, y nunca lo vieron llorar.
Un día alguien, apiadándose,
le regaló un manzano.
El niño conoció los grandes
frutos y la sensación de saciedad, y la de la dicha; aprendió también, sin
embargo, a tener miedo a la sequía. Calculó la caída de los truenos. Temió a
los parásitos de las hojas. Descubrió, por primera vez, lo que era el miedo a
perder algo que se posee (y que ése era un miedo terrible).
Desde entonces le vieron
llorar, algunas veces.
Un día le contaron por fin que
los hombres éramos así de insensatos. Que somos fuertes cuando no tenemos nada.
Que tenemos miedo cuando tenemos algo que puede perderse. Y que lo que nos
queda, al final de tanta absurdez, es solamente el sabor que nos ha dejado una
manzana.
Un cuento con una gran reflexion
ResponderEliminarUn abrazo
Qué cuento tan bonito!
ResponderEliminarQue razón arrastran tus palabras... y el miedo a perder nos paraliza haciendonos esclavos de la nada.
ResponderEliminarBesos almendrados ;)
aplausos
ResponderEliminarSabes? Lo has dicho támbién que no cabe añadir nada más.
ResponderEliminarAún recuerdo el sabor de esa manzana.
Bisous.