Viajeros con cama

viernes, 13 de mayo de 2011

Uso práctico de la maldad

La maldad era una de nuestras herramientas preferidas. Los hombres la usábamos a diario. Como mito, como almohada. Como excusa para casi todo lo que costara comprender.
Y costaba comprender un buen puñado de cosas, a decir verdad; había demasiadas anomalías. Los homicidios, las torturas, los pillajes. Costaba comprender que un hombre se llenara las tripas de pólvora y las hiciera estallar en un mercado. Y, de igual forma, no nos era fácil dar explicación a las burlas de los colegiales, las tiranías de los patronos, los robos a los ciegos.
Y decíamos, maldad. Nada más. Qué más había que explicar.
Pero, incluso entre la gente pacífica, había cosas que también eran del todo incomprensibles, inaceptables. Que alguien se nos colara antes de subir al autobús. Las huelgas de los funcionarios. Que un hombre no nos quisiera como le queríamos a él, o que sólo quisiera un polvo. Y decíamos, de nuevo, maldad. Nada más. Bien alto, con la rabia del despechado.
Así quedábamos vengados. Así quedábamos satisfechos.
Y es que era demasiado complicado, casi incómodo, analizar los trágicos antecedentes de los verdugos. La comprensión era algo sobre lo que había que trabajar demasiado; mucho más sencillo seguir la estela de los cuentos y separar el mundo en dos bandos, bien diferenciados, y asentarnos cómodamente en el bando bueno. Arrinconar a los malignos. Y, desde nuestra silla alta, contemplar cómo deambulaban los villanos en las tierras peladas; desnudos y mugrientos, mereciéndose la mugre y la desnudez; sin duda tramando cosas perversas para saciar ese apetito deformado por la maldad. Eso creíamos, los hombres buenos.
La maldad nunca existió, realmente.

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